Una carta de mi papá
Hace poco conversaba con un compañero de equipo sobre la preocupación de nuestros familiares cada vez que saltamos al agua, y del alivio que sienten al vernos llegar a salvo a la orilla. Desde entonces, me he puesto especular sobre qué piensan y qué sienten mis papás cada vez que voy a una nueva aventura en aguas abiertas, ya sea en el mar o en el lago. Estoy segura que no todos sus pensamientos son tranquilizantes e incluso me atrevería a decir que, la mayoría de veces, en sus mentes cruzan un sinfín de ideas sobre los peligros- algunos razonables, otros quizás no- a los que me expongo cada vez que decido emprender un desafío acuático.
Ya no quería suponer, sino conocer y entender mejor, de primera mano, lo que sucede en la cabeza de mis padres en aquellos días, por lo que pedí a mi papá que escribiera una breve carta, contando su experiencia personal cuando me ausento un par de días para asistir a alguna práctica o competencia en aguas abiertas.
Esta es su carta:
Siempre se escucha decir que el deporte es bueno, que genera cambios positivos en el cuerpo y en la mente de quien lo practica. Me parece que es cierto; he podido comprobarlo muy de cerca. Desde hace cinco años, aproximadamente, mi hija se ha dedicado con mucho esfuerzo a la práctica deportiva. Ustedes dirán qué bien, y sí, yo también lo digo.
Los deportes que gustan a mi hija son la natación y el andinismo. Sé que no son tan comunes como el fútbol, el básquetbol, el vóleibol, el ciclismo, el atletismo, entre otros.
En época de pandemia, el deporte que la cautivó durante dos o tres años fue el montañismo; cuatro o cinco veces a por semana iba a entrenar. Alternaba entre gimnasio y muro para escalar. Durante este tiempo ascendió varias montañas de nuestra cordillera de Los Andes; desde las menos conocidas hasta las mas icónicas.
Se sucedieron, una tras otra, el Imbabura, el Rucu Pichincha, el Guagua Pichincha, el Rumiñahui, el Iliniza Norte, el Cayambe, el Cotopaxi, y algunas más; en fin, fueron muchos fines de semana los que, mientras ella disfrutaba de uno de sus deportes preferidos, yo no pude dormir tranquilo. Siempre pensando en los peligros a que se vería expuesta “mi niña”.
Luego, cuando Mage, mi hija, retomó su camino en la natación, para mí fue un motivo de alegría, no sólo porque se alejaban los días de preocupación por sus largas caminatas por los páramos de la serranía y los peligrosos ascensos por nuestras hermosas montañas. Cuando reinició, decía, su travesía por el nado, respiré porque pensé que era una práctica deportiva con menos riesgos que el andinismo. Qué ingenuo.
Ella siempre ha sido muy disciplinada y perseverante en sus cosas. Desde que retomó la natación, cada día se levanta a las 04:00 para preparar sus implementos deportivos, sus artículos de aseo, sus toallas, su desayuno, su ropa para el trabajo y se va a la piscina donde entrena. Según el día, nada entre tres y cinto kilómetros cada mañana, algunas más, algunas menos, lo cual complementa con actividades de gimnasio específicas para la natación.
Nuestra tranquilidad –la de mi esposa y la mía-, llegó a su fin cuando nos enteramos que ella entrenaba, con tanta vehemencia, para natación en aguas abiertas – y que no tenía intención de dar un paso atrás-. Así, nuestra preocupación dejó de estar en los páramos, los bosques, los glaciares y las montañas; ahora se trasladó a los lagos, los ríos y el mar.
Se sucedieron jornadas de nado en varios circuitos y travesías reconocidas en nuestro país. Jornadas para las que ella se preparaba concienzudamente, tanto en lo físico, como en lo mentarl. Y no importa cuánta disciplina y prerapación mi hija pueda tener pueda tener, para mí el peligro siempre estará latente en su práctica deportiva.
Mi natural preocupación como padre, se veía incrementada por mi loca imaginación. No dejaba de visualizar a un tiburón atacando a mi hija. Y más me preocupaba cuando llegaba, de sus viajes, con todo el cuerpo enronchado a causa de las picaduras de las medusas.
Pero claro, una cosa es mi angustia como padre y otra es su diversión como hija. No puedo negar que cada competencia en la que participa Mage, representa para mi un pequeño calvario. No porque no confíe en ella, sino porque preocuparse es la tarea principal de los padres. En definitiva, cada que mi hija viaja a sus competencias en aguas abiertas, su madre y yo, quedamos con el corazón abierto.